"Al fútbol lo que es del fútbol" es una brillante frase que suele repetir el periodista Ariel Senosiain en las transmisiones de los partidos. Y para Argentina de eso se trata. Un pueblo mestizo acostumbrado a convivir con los problemas y, de vez en cuando, esquivarlos con el sutil gesto de una gambeta pegada a la raya. Nacimos para eso, para engañar adversidades al compás de la pelota.

Los festejos en el Obelisco dieron cuenta de ello. Casi 100% de inflación anual, una pobreza estructural del 40% y más de 50% de pobreza infantil. Poco importó cuando el zapatazo de ‘Cachete’ Montiel infló la red del estadio Lusail para sentenciar la histórica victoria de la Selección Argentina y la obtención de la tercera Copa del Mundo tras 26 años de espera.

Diversas argentinas confluyeron en los alrededores del monumento histórico que funciona como una brújula para los turistas extranjeros. La avalancha de argentinos fue total: llegaban de norte a sur y de este a oeste. A pie, en auto, motos, agolpados en los subtes y con los pocos colectivos que se aproximaban a las zonas aledañas. Una familia viajó desde Campana y casi llegando a destino pinchó una rueda. Según el conductor que charló con este cronista, dejó el auto ahí y siguió caminando para agolparse con los hinchas. Esperemos que haya encontrado el auto y haya solucionado el percance.

La idea del no-retorno. Es que claro, los subtes dejaron de funcionar, ningún colectivo prestaba servicio y a duras penas algunos servicios de tren estaban en funcionamiento. Poco importaba. Porque claro, ¿quién tenía intenciones de volver? ¡Si nunca fue tan difícil llegar!

Pocos eventos unen a los argentinos como el fútbol. Y cuando de victoria se trata, ese sesgo de unidad se potencia. El Obelisco fue un fiel reflejo de que existe una Argentina posible con todos adentro. Con sus contradicciones, claro. Como la democracia y la libertad -y hasta la propia vida-, los festejos son desordenados. Y el desorden, sin un cierto grado de planificación, es caos. Algo de eso se vio en las calles con gente desmayándose por la marea de hinchas y con algunos disturbios entre algunas personas que, como siempre, quisieron ser más protagonistas que el propio acontecimiento.

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Fuera de esos problemas, el Obelisco fue una auténtica fiesta. Un evento cultural sin precedentes. Un escenario que permitió que en las calles bailaran en una misma ronda el rico y el pobre. Mientras llegaban camionetas con patente nueva, otros pibes salían con su carro repleto de cartones y alternaban entre los festejos y su oportunidad de hacerse un extra para no llegar con la lengua afuera a fin de año. Parejas jóvenes, padres con sus hijos, abuelos emocionados y grupos de amigos que, por primera vez, vieron salir campeón al seleccionado.

El argentino tiene una cercanía con lo divino. Quizás tenga una cuota de soberbia decirlo, pero casi que tenemos ejemplos de comprobación científica. No es casualidad que hayan nacido en este país Diego Armando Maradona y Lionel Messi. Tampoco que los fundadores de la Patria hayan tenido que ver con forjar el lema de la unidad sudamericana. O que nuestra camiseta sea celeste y blanca, como el color del cielo. Y que, como si fuera, poco el sol sea la insignia que nos marque el camino. Quizás de ahí sale la idea de tener un Obelisco en el centro de la Ciudad de Buenos Aires, o que de pronto todos los argentinos quieran treparse a los postes de luz, los semáforos y cuanto cartel se le cruce por el camino. El argentino, en su momento de éxtasis, tiende a buscar el contacto con lo más alto. Lo sagrado, lo inmenso, lo intangible.

El después será solucionable. El Estado tendrá que triplicar el personal para limpiar las calles del Obelisco y algunas cosas no volverán a ser las mismas. Nosotros tampoco vamos a seguir siendo los mismos. Seguramente nos sentiremos los mejores por un rato, que no es poca cosa. En las calles de Argentina penetra una brisa de triunfalismo y un momento ideal para resetear lo que fue, en líneas generales, un año muy complicado para todos. Será cuestión de festejar, salir, correr y gritar hasta que ese espíritu “vulgar” del que tanto se habló no tenga margen de represión alguna. Nos lo merecemos más que nadie.