Cracks el fútbol tuvo y tendrá muchos. Mejores jugadores del mundo también. Incluso, algunos serán tan buenos que los sentarán a la mesa de los más grandes de la historia. Habrá mucho debate, pruebas y contrapruebas. Videos de goles, asistencias y lujos. Pero ninguno hizo, ni hará, lo que hizo Diego Armando Maradona el 22 de junio de 1986. Ese partido, esos '90 minutos, en realidad, algo menos de 10' minutos, no los hizo ni los hará nadie. Ese lapso de tiempo entre el minuto 51' y 56', en el Estadio Azteca, en los 4tos de final de un Mundial, explican el mito Diego Armando Maradona. Todo lo demás, sobra. O, mejor dicho, fue un plus. 

Los dos goles a Bélgica, la asistencia a Burruchaga en la final de 1986; el partido contra Brasil con el tobillo inflado, la asistencia a Cani en ese partido. Las puteadas a los que nos puteaban, el llanto por la plata que sonó a oro robado en Italia '90. El resurgir de las cenizas ante Australia, en el repechaje, el gol(azo) a Grecia, y el festejo gritando a cámara, en el Mundial de Estados Unidos, la asistencia a Cani para el 2-1 a Nigeria, la sonrisa cuando se lo llevó la enfermera en ese mismo torneo. Después, los consejos a Lionel Messi cuando fue DT, la ilusión de aquellos días de Sudáfrica 2010, cuando él era el técnico de los colores que mejor defendió. Los mil y un regresos. Los mil y un peinados. Las dos mil y un frases. Las cinco mil y un anécdotas, contadas por él y contadas con él. Todo eso existiría igual, tal vez sería igual de grande, pero no estaría teñido con el barniz de la inmortalidad que le otorgó lo que pasó el 22 de junio de 1986, en el Estadio Azteca, ante Inglaterra. 

Argentina, la Argentina de Carlos Bilardo, venía de sacar a una muy buena generación de Uruguay con un trabajoso 1-0. El duelo ante los ingleses, a menos de cinco años del final de la cruenta Guerra de Malvinas, fue EL PARTIDO. Diego, defensor histórico y eterno del pueblo y sus causas, sabía que la Selección debía ganar ese partido por aquellos pibes que habían muerto en el frío e inhóspito Atlántico Sur. Al menos, así lo quiso. Y así lo hizo. A su manera, con dos magias tan distintas como imborrables, una nacida en el potrero más humilde, la otra pintada con los trazos más lujosos que algún futbolista usó jamás. El oro y la trampa. Todo en un mismo partido, todo en cinco minutos y todo de parte de un mismo ser humano.

Primero, a los 6' del segundo tiempo, le "robó la cartera" a Peter Shilton y metió el puño, el mismo que minutos después alzaría al cielo para festejar el mejor gol de la historia. El árbitro, el tunecino Ali Bennaceur, no vio la mano, el línea tampoco y Diego, reuniendo en un instante todo el potrero que corría por sus venas, salió a festejarlo como loco. Fue 1-0.

Mientras los ingleses aún se preguntaban qué, cinco minutos después, el Negro Enrique lo encontró a Diego, aún en campo argentino y el Diez dibujó su Mona Lisa, compuso su Quinta Sinfonía, pintó su Capilla Sixtina. En 10.87 segundos, cuarenta y cuatro pasos y doce toques, todos con la zurda, Diego escribirá su página más eterna, hará el gol más grande de los Mundiales y, en un gol (un par de goles) teñirá para siempre de inmortalidad a todos los Maradona que lo antecedieron y a todos los Maradona que lo sucederán.

Tal es así que, seguramente, muchas personas aún deben pensar que aquel partido salió "Argentina 2-Inglaterra 0" como decía Víctor Hugo en su propia Obra Maestra en el relato de ese gol. Y está bien. El fútbol quizás debió haber terminado en ese momento. Mejor dicho, el fútbol terminó en ese momento.

Todo lo que vino después fue posterior al 22 de junio de 1986, el día que Diego dibujó sus dos obras más grandes como futbolista (¿Y cómo argentino?). El fútbol, hasta ese día, se explicaba de una manera. Después de ese partido, se empezó a explicar de otra. Porque hubo un jugador que rompió la vara de los mortales y se subió, para siempre, al olimpo de los Dioses. Inalcanzable, perfecto, eterno, único e irrepetible. 22 de junio de 1986, el día que Diego cambió el juego. Y nos hizo más felices que nunca. Gracias, Diego.